miércoles, 6 de marzo de 2019

Entre lengas y viento

Hacía mucho que no lograba tener una meta tan puesta en la cabeza. Decidí afrontar las situaciones con más entereza que anteayer.
Hasta que, raramente, me fue bien.

Me críe en varios lados, pero nunca nada me adoptó como la isla del fin del mundo. Me abrazó y adoptó como uno más,
cuando los barrios de hoy eran descampado, los días más fríos de todo el país o el fuerte viento que azotaba cada vez que salía. Volvía a mi lugar.
Deposité toda la fuerza que no di en varios años sin pisar esa tierra, la devolví como si fuese que le debía algo.
El calor familiar, los amigos, el barrio, los bares.

Recorría el corazón de la isla con ese sol friolento que adorna los domingos, cuando me di cuenta de dónde estaba parado después de, quizás más de dieciocho años, sin saberlo.
Supongo también que de más grande me tocó aprender que de todo aquello de lo que me quejaba de chico y adolescente ahora era un anhelo de todos los días. Pero por suerte lo entendí.
Me tiré al sol, al lado de un árbol de lenga, por un rato largo, hablándome a mi mismo y buscando respuestas de qué mierda era lo que estaba sintiendo. Ya había estado en el fondo del infierno, a punto de salir y cayendo de nuevo, quizás algunos errores fueron los que me vieron ahí.

Entre tanto conocerme un poco más, las cosas empezaron a parecer más livianas.
El extrañar: ese puto sentimiento que te deja con la boca sin habla, empezó a ser un objetivo para el poder volver.
No recuerdo cuándo fue que tanto quise.

Ojalá un día me vea allí, sonriendo al viento y esperando los atardeceres de fuego sentado en una montaña, disfrutando lo que tanto amo, esa libertad que hoy no siento.



Gracias a donde empecé a apreciar los cielos, los cielos sin maldad.

Entre lengas y viento.

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